Un paso hacia atrás, los brazos a los costados y estirados. Las manos a lo largo del pasamanos, sintiendo la frialdad metálica, mi nariz percibiendo el olor y el color del metal, que me recuerda a la sangre de mi perro o, mejor dicho, el perro que mi padre recogió en el parque: un coquer totalmente negro de la espalda, las orejas largas y apelmazadas; la pata derecha con una mancha blanca en forma de espiral y la parte superior de su pecho, antes de llegar al cuello y a las extremidades, totalmente blanca. El barandal, su olor y su color, me recuerda a la sangre del perro, atropellado hace unas semanas cuando mi padre salió al parque con él. De mMordecai, de ese perro que me asusta, pues tiene la mirada más triste, tierna y humana que he visto en un perro, aunque decir humana es inapropiado, pues se trata de un animal y pertenecemos a distintas especies, pero sí al mismo universo.
Ese perro me mueve algo y he querido segar y cegar, pues me produce desolación, caminando en el mismo mundo, cada quien en su forma o su espacio. ¡Dios! Me vuelve loco ese animal, aunque con él he cometido mis peores errores: le he propinado palizas y no comprendo si debido a sus travesuras o a la suma de mis nervios y mis impulsos lo que me producen reaccionar así. Ahora que el perrro está atropellado, convaleciente en su jaula, tras su cirugía (se recupera con rapidez), me pregunto quién mueve mis hilos o por qué soy contradictorio, soy de los engañados, engañé, que defiende la fidelidad, fui infiel, de los que protegen a los animales, Mordecai ha sido mi chivo expiatorio en algunas ocasiones, temo ya de mí, de esta violencia encerrada, de esta energía que no se canaliza con escribir pensamientos o hacer obras artísticas, expulsar físicamente mi violencia, contra un no-sé-qué, pero sin dañarme o dañar.
Ahora que lo pienso, Dios no me ha abandonado sino yo a él. La violencia es una prueba puesta por la vida y las circunstancias atroces de mi propio país, pero la he asimilado hasta convertirla en algo propio, antes ajeno, propio y ruín. Pienso eso al tocar la nariz de Mordecai, no voy a ser víctima, me he dicho en muchas ocasiones, no ceder ante la violencia ni volver a poner la mejilla para ser abofeteado, no ceder ante la violencia del otro, pues los demonios propios se reflejan en la misma sociedad. Algo anda mal en este país, lo siento en mis huesos, porque actúo bajo esas premisas de violencia, aunque es escudarme o no querer escuchar lo que la paz debe decir, pero ¿en realidad estoy en paz conmigo mismo? ¿En realidad necesito estar en un ambiente claro y sin vejaciones para adquirir ese grado de humanidad? ¿Ese grado de superioridad o asimilación que adquirí y, ahora, tal vez, he permitido perder? ¿Aquella superioridad nacida tras el asesinato de mi abuelo? No, ahora entiendo que estoy bajo las premisas de la vida, ante algo que no sé si me satisfaga o si la superioridad que hablo se haya vuelto hacia mí, sabiendo que esa superioridad ya no sé ni cómo manejarla.
Muy pocos tolerarían tres asesinatos, dos suicidios, una natural y el sacrificio de la propia existencia para satisfacer lo que la familia quiere. Muy pocos tolerarían esas decisiones, pero han sido salvoconductos para algo más superior, mayúsculo, que se encuentra, por el momento, fuera de mis fronteras, de mis parámetros. Le he sido infiel y he engañado a mis convicciones, cosa que juré no hacerlo, precisamente hoy me encuentro ante una crisis gravísima de valores. Disculparán si me he alejado o vuelto grosero.
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