Escribir con el pasado
Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza
¿En
qué momento la literatura se ha convertido en un viaje hacia Allá? En estos instantes, me pregunto si
lo que he leído se ha vuelto hacia horizontes que se (des)dibujan y crean
montañas perdidas en las verticales. La literatura es, ciertamente, un viaje
hacia nuestra condición humana, aunque muchas veces es resaltada con la
crueldad o la frialdad de un frigorífico. Hace unas semanas, me encontré con un
escritor de mi ciudad, Uriel Martínez, amigo de mi familia desde que tengo
memoria (o, mejor dicho, siempre ha estado ahí, aunque jamás me quise preguntar
sobre el origen de la amistad entre él y mi padre, pues es irrelevante).
Irrelevante como este paso introductorio que he escrito en menos de quince minutos.
Decía que Uriel Martínez me dio la noble tarea —digo
noble porque siempre lo he considerado un escritor con carácter y ya con un
camino recorrido que, a diferencia de su servidor, apenas da los primeros pasos—
de comentar el cuento (¿o relato?) El autobús que me dejó.
He de confesar que peco de inoportuno e incluso de
prejuicio, pues el título me recordaba más a una novela de Orhan Pamuk —La vida nueva— que al claro juego
referencial a Lo que el viento se llevó,
aunque estas referencias son, básicamente, tomadas de pelo hechos por mi propia
experiencia, aunque, en cierta medida, por algo me recordó. El tema, he ahí lo
esencial de esta pieza literaria es el viaje. Por supuesto que hilo este cuento
con Pamuk por la idea del viaje en autobús y las constantes paradas en pueblos
olvidados y por desaparecer.
Tal vez la primera imagen al leer el cuento fue una propia
construcción o, en otras palabras, apropiación del mismo, enfocado en mis
propios viajes hacia el interior de la república mexicana. Lo tormentoso que
resulta estar sentado por horas en un autobús, los filmes tan ordinarios y
fútiles que son ya insignificantes cuando el conductor las coloca en las
pantallas y, por otro lado, lo maravilloso que son las pinturas campiranas de
ese México que está siendo devorado por las constantes imágenes o cuadros de
costumbres donde hay militares, armas, narcotráfico y sangre. He ahí lo que
despierta El autobús que me dejó: un
volver hacia los orígenes rurales de mi propio estado, sin olvidar que el
presente continua, reflejando las acciones de un presidente que, gracias a los
ángeles, está por irse. Como tal, la obra va encaminada a construir un cuadro
de lo que ahora es nuestro estado, sin satanizar (¿o volver cotidiano?) a los
soldados con sus vestimentas y sus armas largas. Sin embargo, ese cuadro tiene un rumor que
colinda con el humor, sí, un humor que se construye sutilmente, llamando a
clientes frecuentes o amigos del
personaje narrador. Humor que va creciendo como la escarcha o la espuma del
champán, hasta borrar las imágenes que, para un lector contemporáneo que ha
vivido la violencia actual, se han construido alrededor del militar.
Otro acierto de este cuento es el lenguaje, que intenta
reproducir, como lo ha hecho siempre la escritura, la oralidad. Ante esta escritura,
el lector se enfrenta a un pasado que puede insertarse en los cánones de una
literatura mexicana de la centuria pasada, no por ser despectivo, pero con un
toque de lo contemporáneo. Es decir, El
autobús que me dejó se inserta entre el pasado —por el lenguaje,
principalmente, y los cuadros—
y el presente —retratada
en los militares. ¿Es acaso El autobús que me dejó un cuento postmoderno?
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