miércoles, 23 de noviembre de 2011

El perdón de Caín



EL PERDÓN DE CAÍN
Escrito por: Bernardo Couto Castillo

Las Puertas del Paraíso se habían inexorablemente cerrado. La hoja de fuego del ángel vengador había arrojado para siempre del jardín de las delicias a la pareja engendradora del mundo. La primera lágrima había rodado y el primer grito de desesperación resonaba en la inmensidad de la tierra desierta; la humanidad quedaba sellada para lo futuro de los siglos; el dolor, su único patrimonio en lo sucesivo, había sido creado.
Adán y Eva, inclinados por el peso de lo que desconocían, caminaron días y noches; erraron a lo largo de las llanuras, treparon a las montañas para ver si sus ojos lograban descubrir el Edén recién perdido. Las aguas de los ríos reflejaron sus rostros, sus cuerpos, y se vieron, no hermosos y serenos como en los primeros tiempos de su llegada, sino miserables y veos avergonzándose de su majestuosa desnudez. La caída trastornó radicalmente su primitiva belleza. Adán perdió por completo la arrogancia de sus formas y la suavidad de su piel, sus facciones se endurecieron, se hicieron ásperas y repulsivas, sus movimientos fueron torpes y su cansancio constante.
En su mirada se perdió la dulzura y la calma se retrataba a cada momento la tristeza, cuando no la rebelión, y en el fondo de su alma, como las emanaciones venenosas en el fondo de un pozo, echaba raíces de odio. Conoció a la par que la compañera, los calores abrasantes, los mediodías que abruman y las noches largas e inclementes; sus miembros temblaron de frío y de espanto; se abatieron a la fatiga, se inclinaron al trabajo. Sus manos conocieron las asperezas de la tierra, se endurecieron, sangraron.
Eva perdió la gracilidad de sus movimientos y la pureza inmaculada de sus contornos. Sus ojos tranquilos, reflejo de un alma, agua muy mansa, se humedecieron siendo circundados por dos líneas amoratadas, imborrable señal de las lágrimas que cada momento, al recordar lo perdido, derramaba; toda la castidad de su desnudez desapareció; y ella, la que había nacido para recibir su mitad en el jardín de las Delicias, murió para dar nacimiento a la mujer, a la hembra, y conoció las torturas del parto.
A lo largo de la llanura Caín y Abel, caminaban. La tarde caía; y en lo lejano, en el horizonte, alrededor del Sol, una inmensa franja roja se extendía. Los dos hermanos marchaban silenciosos; Abel miraba sonriendo el cielo, Caín con la mirada baja e indecisa, dejaba dibujar de cuando en cuando en su frente el trazo de una arruga.
Al llegar a determinado punto, a un tiempo se arrodillaron; descargaron sus espaldas, formaron dos montones de arena, los cubrieron con maderas y ramas perfumadas e hicieron fuego.
En la solemnidad de la noche que se acercaba, las llamas se avivaban, se encendían tronando, mientras el humo despidiendo agradables olores, se remontaba al cielo.
Pero hubo un momento cuando el fuego era más vivo en el que la llama de Caín se opacaba mientras más clara y dorada era la de su hermano Abel, y hubo un momento en que la columna de aromático humo del hermano menor ascendía más y más, al tiempo que la del mayor se debilitaba, se adelgazaba subiendo apenas; y la arruga que en la frente de Caín se dibujaba, iba haciéndose poco a poco más profunda.
La oración concluida extinguidas las llamas, juntos, los dos hermanos volvieron a emprender su camino. El Sol se había ocultado y sólo quedaban unos cuantos rayos dibujándose como espadas en el rojo más encendido aún del horizonte.
La marcha no duró mucho tiempo. De improviso, el mayor se detuvo; por sus ojos pasó una expresión huraña, sus labios se plegaron con un extraño gesto; y levantando la maza que para defensa contra las fieras llevaba en la mano, la agitó un momento, la balanceó en el espacio, dejándola caer sobre la nuca de Abel quien sin una palabra, sin un grito, con una mirada de piedad tan sólo, cayó a sus pies.
En el horizonte, el relámpago rasgo la franja rojiza.
Avanzad la noche, más furiosos eran a cada instante los rugidos del rayo y los de las bestias. Caín llegó a la choza paterna, formada de piedras, ramas y pieles. Eva estaba a la puerta iluminada por las hornazas que por temor de los animales se encendían. Al ver acercarse a uno solo de sus hijos, sus inquietud prolongada desde hacía muchas horas, estalló en un gemido; clavó luego los ojos en Caín, lo interrogó, mientras él, con la mirada levantada y llena de soberbia señalaba un punto allá a los lejos.
Crecieron los dos círculos amoratados del rostro de Eva, ajóse su cutis, emblanquecieron sus cabellos. Diariamente, al caer de la tarde, de pie a la entrada de la choza volvía sus ojos humedecidos hacia el lugar que una noche, a la luz de las fogatas, señalara con soberbio gesto Caín.
Y en las sombras de la cabaña, oyendo los rugidos, sintiendo el paso del viento, ella se revolvía sin poder dormir, recordando al primer muerto, al que había visto inánime, medio roído, sordo a sus llamamientos e indiferente a sus lágrimas. Diariamente lo reveía en la misma postura en que lo había visto cuando las antorchas le alumbraron, y cada día su llanto corría más abundante.
Afuera, Caín erraba en el peligro y la crudeza de la noche. La choza se le hacía insoportable, porque allí constantemente el recuerdo de su hermano flotaba. Sus noches se asemejaban a las de sus madres sólo que él ignoraba el consuelo de las lágrimas.
Desde que la maza abatió la cabeza fraterna, algo había entrado dentro de él que ningún esfuerzo lograba arrancar. Vivía en una constante inquietud y a los sollozos de su madre, reproche que resonaba a toda hora en sus oídos, prefería el resoplido del león o la silueta amenazadora del elefante primitivo.
Así los tiempos pasaron y Eva comenzó a inquietarse por Caín. Cuando la tempestad empapaba las pieles y hacía temblar las piedras de la choza, ella buscaba con la vista al que afuera, con los cabellos al aire y el alma a la desesperación rondaba sin cansancio; le buscaba secando las lágrimas que sabía le eran amargas y saliendo llamaba: Caín, Caín! Y de lo profundo de la noche el eco le devolvía su grito prolongado Ca...ín! Ca...ín!
Si éste llegaba, ella lo miraba fijamente y sentía que otra vez y sentía que otra vez el llanto la ahogaba. Caín estaba flaco, encorvado, envejecido. Su rostro tenía el gesto de rebelión que pasaba por los ojos de Adán en los momentos más duros, tenía ese mismo gesto, pero al mismo tiempo, todo él dejaba ver una inmensa fatiga, un inmenso abatimiento, un inmenso espanto. Los días se parecían bien largos pero o podía tolerar las noches y cuando su madre lo llamaba, sólo unos cuantos momentos lograba tenerlo quieto; cesada la tormenta, de nuevo volvía a su constante errar y Eva que mucho lloraba por el muerto, comenzaba a preocuparse hondamente por el vivo.
Y era que había tenido singular sueño. Había visto a su hijo Abel, sonriente, hermoso, a la derecha del Creador. Lo había visto rogando por ella, por Adán, por sus descendientes, y había visto el gesto de condenación que siguiera al nombre de Caín. El muerto era feliz, había alcanzado lo que ellos habían perdido, mientras que el otro era el réprobo, el abandonado para toda la eternidad. Lo vio errando siempre, tal como erraba ahora, condenado a llevar su tormento después de esa vida más cruelmente aún de lo que ya lo llevaba. Lo vio expulsado, maltratado él y sus hijos que de él nacieran. Y ella, culpable, sintió debilidad por el culpable, ella que había sido tentada, lloró por la falta de tentado; se sintió la madre del maldito, del paria sin goce ni descanso, y sintió que su pecho se cerraba y que sus brazos querían abrirse para acogerlo. La madre del que nada ni nadie tendría, del que nadie llamaría ni alcanzaría nunca el perdón, comenzó a sentir algo como piedad.
Una gran lucha empezó entonces para Eva. Para ella sabía encontrar Abel, todas las caricias y todas las ternuras, para ella buscaba las aguas más claras y las frutas más ricas, para ella reía tratando de apartarle el llanto.
La vista de Caín le era repulsiva, porque comprendía que él odiaba lo que ella había amado tanto; acariciar al mayor, tenerlo a su lado, se le refugiaba una ingratitud, una falta para con el muerto, y de ahí sus luchas y sus zozobras.
Efectivamente Caín sufría,  sufría eternamente, y Caín necesitaba una palabra de consuelo, un refugio. ¿Pero es que el otro no velaba en la sombra, contento, amoroso, al ver el lugar que en corazón de la madre conservaba, y al ver correr el llanto?
Y cada día la lucha recomenzaba. Ella veía al predilecto tendido en la llanura, medio roído, y oía los pasos del mayor inquieto siempre, hosco, oprimido por ese peso que llevaba dentro, grande y doloroso como si la maza le golpeara constantemente el corazón; oía los rugidos feroces y temblaba por Caín entrecerraba los ojos y veía el cuadro de la muerte de Abel.
La tarde caía, y en lo lejano, en el horizonte, alrededor del Sol, una inmensa franja roja se extendía, Eva con paso tardo, inquieta, avanzaba penosamente por la llanura. Sus ojos interrogaban unas veces al cielo y otras veces se extendían buscando algo a su alrededor. Al llegar al punto donde años atrás cayera Abel, se detuvo, se arrodilló sintiendo de nuevo vacilaciones al recordar el cuadro.
Bajó la vista, oyó un rugido y vio a Caín, a Caín maldito y condenado por las generaciones y por todas las razas; lo vio eterno rondador sin amor ni acogida, y después de orar largamente clamó sollozando en el silencio de la noche:
“¡Señor! ¡Señor! ¡Perdón para Caín!”
En el horizonte, el relámpago rasgo la franja rojiza.

No hay comentarios.:

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails
©Todos los derechos reservados
©Copyright 2010