Escrito por: Bernardo Couto Castillo
Las Puertas del Paraíso se habían inexorablemente cerrado. La hoja
de fuego del ángel vengador había arrojado para siempre del jardín de las
delicias a la pareja engendradora del mundo. La primera lágrima había rodado y
el primer grito de desesperación resonaba en la inmensidad de la tierra
desierta; la humanidad quedaba sellada para lo futuro de los siglos; el dolor,
su único patrimonio en lo sucesivo, había sido creado.
Adán y Eva, inclinados por el peso de lo que desconocían, caminaron
días y noches; erraron a lo largo de las llanuras, treparon a las montañas para
ver si sus ojos lograban descubrir el Edén recién perdido. Las aguas de los ríos
reflejaron sus rostros, sus cuerpos, y se vieron, no hermosos y serenos como en
los primeros tiempos de su llegada, sino miserables y veos avergonzándose de su
majestuosa desnudez. La caída trastornó radicalmente su primitiva belleza. Adán
perdió por completo la arrogancia de sus formas y la suavidad de su piel, sus
facciones se endurecieron, se hicieron ásperas y repulsivas, sus movimientos
fueron torpes y su cansancio constante.
En su mirada se perdió la dulzura y la calma se retrataba a cada
momento la tristeza, cuando no la rebelión, y en el fondo de su alma, como las
emanaciones venenosas en el fondo de un pozo, echaba raíces de odio. Conoció a
la par que la compañera, los calores abrasantes, los mediodías que abruman y las
noches largas e inclementes; sus miembros temblaron de frío y de espanto; se
abatieron a la fatiga, se inclinaron al trabajo. Sus manos conocieron las
asperezas de la tierra, se endurecieron, sangraron.
Eva perdió la gracilidad de sus movimientos y la pureza inmaculada
de sus contornos. Sus ojos tranquilos, reflejo de un alma, agua muy mansa, se
humedecieron siendo circundados por dos líneas amoratadas, imborrable señal de
las lágrimas que cada momento, al recordar lo perdido, derramaba; toda la
castidad de su desnudez desapareció; y ella, la que había nacido para recibir su
mitad en el jardín de las Delicias, murió para dar nacimiento a la mujer, a la
hembra, y conoció las torturas del parto.
A lo largo de la llanura Caín y Abel, caminaban. La tarde caía; y
en lo lejano, en el horizonte, alrededor del Sol, una inmensa franja roja se
extendía. Los dos hermanos marchaban silenciosos; Abel miraba sonriendo el
cielo, Caín con la mirada baja e indecisa, dejaba dibujar de cuando en cuando en
su frente el trazo de una arruga.
Al llegar a determinado punto, a un tiempo se arrodillaron;
descargaron sus espaldas, formaron dos montones de arena, los cubrieron con
maderas y ramas perfumadas e hicieron fuego.
En la solemnidad de la noche que se acercaba, las llamas se
avivaban, se encendían tronando, mientras el humo despidiendo agradables olores,
se remontaba al cielo.
Pero hubo un momento cuando el fuego era más vivo en el que la
llama de Caín se opacaba mientras más clara y dorada era la de su hermano Abel,
y hubo un momento en que la columna de aromático humo del hermano menor ascendía
más y más, al tiempo que la del mayor se debilitaba, se adelgazaba subiendo
apenas; y la arruga que en la frente de Caín se dibujaba, iba haciéndose poco a
poco más profunda.
La oración concluida extinguidas las llamas, juntos, los dos
hermanos volvieron a emprender su camino. El Sol se había ocultado y sólo
quedaban unos cuantos rayos dibujándose como espadas en el rojo más encendido
aún del horizonte.
La marcha no duró mucho tiempo. De improviso, el mayor se detuvo;
por sus ojos pasó una expresión huraña, sus labios se plegaron con un extraño
gesto; y levantando la maza que para defensa contra las fieras llevaba en la
mano, la agitó un momento, la balanceó en el espacio, dejándola caer sobre la
nuca de Abel quien sin una palabra, sin un grito, con una mirada de piedad tan
sólo, cayó a sus pies.
En el horizonte, el relámpago rasgo la franja
rojiza.
Avanzad la noche, más furiosos eran a cada instante los rugidos del
rayo y los de las bestias. Caín llegó a la choza paterna, formada de piedras,
ramas y pieles. Eva estaba a la puerta iluminada por las hornazas que por temor
de los animales se encendían. Al ver acercarse a uno solo de sus hijos, sus
inquietud prolongada desde hacía muchas horas, estalló en un gemido; clavó luego
los ojos en Caín, lo interrogó, mientras él, con la mirada levantada y llena de
soberbia señalaba un punto allá a los lejos.
Crecieron los dos círculos amoratados del rostro de Eva, ajóse su
cutis, emblanquecieron sus cabellos. Diariamente, al caer de la tarde, de pie a
la entrada de la choza volvía sus ojos humedecidos hacia el lugar que una noche,
a la luz de las fogatas, señalara con soberbio gesto Caín.
Y en las sombras de la cabaña, oyendo los rugidos, sintiendo el
paso del viento, ella se revolvía sin poder dormir, recordando al primer muerto,
al que había visto inánime, medio roído, sordo a sus llamamientos e indiferente
a sus lágrimas. Diariamente lo reveía en la misma postura en que lo había visto
cuando las antorchas le alumbraron, y cada día su llanto corría más
abundante.
Afuera, Caín erraba en el peligro y la crudeza de la noche. La
choza se le hacía insoportable, porque allí constantemente el recuerdo de su
hermano flotaba. Sus noches se asemejaban a las de sus madres sólo que él
ignoraba el consuelo de las lágrimas.
Desde que la maza abatió la cabeza fraterna, algo había entrado
dentro de él que ningún esfuerzo lograba arrancar. Vivía en una constante
inquietud y a los sollozos de su madre, reproche que resonaba a toda hora en sus
oídos, prefería el resoplido del león o la silueta amenazadora del elefante
primitivo.
Así los tiempos pasaron y Eva comenzó a inquietarse por Caín.
Cuando la tempestad empapaba las pieles y hacía temblar las piedras de la choza,
ella buscaba con la vista al que afuera, con los cabellos al aire y el alma a la
desesperación rondaba sin cansancio; le buscaba secando las lágrimas que sabía
le eran amargas y saliendo llamaba: Caín, Caín! Y de lo profundo de la noche el
eco le devolvía su grito prolongado Ca...ín! Ca...ín!
Si éste llegaba, ella lo miraba fijamente y sentía que otra vez y
sentía que otra vez el llanto la ahogaba. Caín estaba flaco, encorvado,
envejecido. Su rostro tenía el gesto de rebelión que pasaba por los ojos de Adán
en los momentos más duros, tenía ese mismo gesto, pero al mismo tiempo, todo él
dejaba ver una inmensa fatiga, un inmenso abatimiento, un inmenso espanto. Los
días se parecían bien largos pero o podía tolerar las noches y cuando su madre
lo llamaba, sólo unos cuantos momentos lograba tenerlo quieto; cesada la
tormenta, de nuevo volvía a su constante errar y Eva que mucho lloraba por el
muerto, comenzaba a preocuparse hondamente por el vivo.
Y era que había tenido singular sueño. Había visto a su hijo Abel,
sonriente, hermoso, a la derecha del Creador. Lo había visto rogando por ella,
por Adán, por sus descendientes, y había visto el gesto de condenación que
siguiera al nombre de Caín. El muerto era feliz, había alcanzado lo que ellos
habían perdido, mientras que el otro era el réprobo, el abandonado para toda la
eternidad. Lo vio errando siempre, tal como erraba ahora, condenado a llevar su
tormento después de esa vida más cruelmente aún de lo que ya lo llevaba. Lo vio
expulsado, maltratado él y sus hijos que de él nacieran. Y ella, culpable,
sintió debilidad por el culpable, ella que había sido tentada, lloró por la
falta de tentado; se sintió la madre del maldito, del paria sin goce ni
descanso, y sintió que su pecho se cerraba y que sus brazos querían abrirse para
acogerlo. La madre del que nada ni nadie tendría, del que nadie llamaría ni
alcanzaría nunca el perdón, comenzó a sentir algo como
piedad.
Una gran lucha empezó entonces para Eva. Para ella sabía encontrar
Abel, todas las caricias y todas las ternuras, para ella buscaba las aguas más
claras y las frutas más ricas, para ella reía tratando de apartarle el
llanto.
La vista de Caín le era repulsiva, porque comprendía que él odiaba
lo que ella había amado tanto; acariciar al mayor, tenerlo a su lado, se le
refugiaba una ingratitud, una falta para con el muerto, y de ahí sus luchas y
sus zozobras.
Efectivamente Caín sufría,
sufría eternamente, y Caín necesitaba una palabra de consuelo, un
refugio. ¿Pero es que el otro no velaba en la sombra, contento, amoroso, al ver
el lugar que en corazón de la madre conservaba, y al ver correr el
llanto?
Y cada día la lucha recomenzaba. Ella veía al predilecto tendido en
la llanura, medio roído, y oía los pasos del mayor inquieto siempre, hosco,
oprimido por ese peso que llevaba dentro, grande y doloroso como si la maza le
golpeara constantemente el corazón; oía los rugidos feroces y temblaba por Caín
entrecerraba los ojos y veía el cuadro de la muerte de
Abel.
La tarde caía, y en lo lejano, en el horizonte, alrededor del Sol,
una inmensa franja roja se extendía, Eva con paso tardo, inquieta, avanzaba
penosamente por la llanura. Sus ojos interrogaban unas veces al cielo y otras
veces se extendían buscando algo a su alrededor. Al llegar al punto donde años
atrás cayera Abel, se detuvo, se arrodilló sintiendo de nuevo vacilaciones al
recordar el cuadro.
Bajó la vista, oyó un rugido y vio a Caín, a Caín maldito y
condenado por las generaciones y por todas las razas; lo vio eterno rondador sin
amor ni acogida, y después de orar largamente clamó sollozando en el silencio de
la noche:
“¡Señor! ¡Señor! ¡Perdón para Caín!”
En el horizonte, el relámpago rasgo la franja rojiza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario