domingo, 16 de octubre de 2011

Para no volver a la Mancha. Jorge Luis Borges


Puede parecer una tarea estéril e ingrata discutir una vez más el tema de Don Quijote, ya que se han escrito sobre él tantos libros, tantas bibliotecas, aún más abundantes que la que fue incendiada por el piadoso celo del sacristán y el barbero. Sin embargo, siempre hay placer, siempre hay una suerte de felicidad cuando se habla de un amigo. Y creo que todos podemos considerar a Don Quijote como un amigo. Esto no ocurre con todos los personajes de ficción. Supongo que Agamenón y Beowulf resultan más bien distantes. Y me pregunto si el príncipe Hamlet no nos hubiera menospreciado si le hubiéramos hablado como amigos, del mismo modo en que desairó a Rosencrantz y Guildestern. Porque hay ciertos personajes, y esos son, creo, los más altos de la ficción, a los que con seguridad y humildemente podemos llamar amigos. Pienso en Huckleberry Finn, en Mr. Pickwick, en Peer Gynt, y en no muchos más.
Pero ahora hablaremos de nuestro amigo Don Quijote.
Digamos, primero, que el libro ha tenido un extraño destino. Pues de algún modo, apenas si podemos entender por qué los gramáticos y académicos le han tomado tanto aprecio a Don Quijote. En el siglo XIX fue alabado y elogiado, diría yo, por las razones equivocadas. Por ejemplo, si consideramos un libro como el ejercicio de Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, encontramos allí que Cervantes fue admirado por la gran cantidad de proverbios que conocía. Y el hecho es que, como todos sabemos, Cervantes se burló de los proverbios haciendo que su rechoncho Sancho abundara en ellos. Entonces, la gente consideró a Cervantes un escritor de estilo fino. Y debo decir que a Cervantes no le interesaba para nada la escritura florida. La escritura refinada no le agradaba demasiado, y leí en alguna parte que la famosa dedicatoria de su libro al Conde de Lemos fue escrita por un amigo suyo o copiada de un libro, ya que él mismo no estaba especialmente interesado en escribir esa clase de cosas. Cervantes fue admirado por su fino estilo, y por supuesto, el estilo fino significaba muchas cosas. Si pensamos que de algún modo Cervantes nos transmitió el personaje y el destino del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, tenemos que admitir su fino estilo o, más bien, algo más que eso, porque cuando hablamos de estilo fino pensamos en algo meramente verbal.
Me pregunto cómo hizo Cervantes para lograr ese milagro, pero de algún modo lo logró. Y recuerdo ahora una de las cosas más sorprendentes que he leído, algo que me produjo tristeza. Stevenson dijo: “¿Qué es el personaje de un libro?”. Y respondió: “Después de todo, un personaje es una ristra de palabras”. Es cierto, y sin embargo, lo consideramos una blasfemia. Porque cuando pensamos, digamos, en Don Quijote o en Huckleberry Finn, en Mr. Pickwick, en Peer Gynt o en Lord Jim, sin duda no pensamos en ristras de palabras. También podríamos decir que nuestros amigos están hechos de cadenas de palabras y, por supuesto, de percepciones visuales. Cuando nos encontramos con un verdadero personaje en la ficción, sabemos que ese personaje existe más allá del mundo que lo creó. Sabemos que hay cientos de cosas que no conocemos, y que sin embargo existen. De hecho, hay personajes de la ficción que cobran vida en una sola frase. Y tal vez no sepamos demasiadas cosas sobre ellos, pero, esencialmente, lo sabemos todo de ellos. Por ejemplo, ese personaje creado por el gran contemporáneo de Cervantes, Shakespeare: Yorick, el pobre Yorick es creado, diría, en unas pocas líneas. Cobra vida. No volvemos a saber nada de él, y sin embargo sentimos que lo conocemos. Y tal vez, después de leer Ulises, conocemos cientos de cosas, cientos de hechos, cientos de circunstancias acerca de Stephen Dedalus y de Leopold Bloom. Pero no los conocemos como conocemos a Don Quijote, de quien sabemos mucho menos.
Ahora voy al libro mismo. Podemos hablar del mismo como de un conflicto, un conflicto entre los sueños y la realidad. Esta afirmación es, por supuesto, errónea, ya que no hay causa para que consideremos que un sueño es menos real que el contenido del diario de hoy, o de cosas registradas en el diario de hoy. No obstante, como debemos usar palabras, debemos hablar de sueños y realidad, porque también podríamos pensar en Goethe y hablar de Wahrheit und Dichtung, de verdad y poesía. Pero cuando Cervantes pensó escribir este libro, supongo que consideró la idea del conflicto entre los sueños y la realidad, entre las proezas consignadas en los romances que Don Quijote leyó, y que fueron tomadas del Matière de Bretagne, del Matière de France y demás, y la monótona realidad de la vida española a principios del siglo XVII. Y encontramos este conflicto en el título mismo del libro. Creo que, tal vez, algunos traductores ingleses se han equivocado al traducir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha como The Ingenious Knight Don Quixote de la Mancha, porque las palabras “Knight” y “Don” van juntas. Yo diría tal vez “The Ingenious Country Gentleman”, y allí tenemos el conflicto.

Estatua de Miguel de Cervantes en la entrada de la Biblioteca Nacional de España, en Madrid.
Estatua de Miguel de Cervantes en la entrada de la Biblioteca Nacional de España, en Madrid. Foto: Archivo
Ahora bien, durante todo el libro, especialmente en la primera parte, el conflicto es muy brutal y obvio. Vemos a un caballero que vaga en sus empresas filantrópicas a través de los polvorientos caminos de España, siempre apaleado y dolido. Además de eso, encontramos muchos indicios de la misma idea. Porque, por supuesto, Cervantes era un hombre demasiado sabio como para no saber que, aun cuando opusiera los sueños y la realidad, la realidad no era, digamos, la verdadera realidad, o la monótona realidad común. Era una realidad creada por él; es decir, la gente que representa la realidad en Don Quijote forma parte del sueño de Cervantes tanto como Don Quijote y sus infladas ideas de la caballerosidad, de defender a los inocentes y demás. Y a lo largo de todo el libro hay una suerte de mezcla de los sueños y la realidad.
Por ejemplo, se puede señalar un hecho, y me atrevo a decir que ha sido señalado con mucha frecuencia, ya que se han escrito tantas cosas de Don Quijote. Es el hecho de que, tal como la gente habla todo el tiempo del teatro de Hamlet, la gente habla todo el tiempo de libros en Don Quijote. Cuando el párroco y el barbero revisan la biblioteca de Don Quijote, descubrimos, para nuestro asombro, que uno de los libros ha sido escrito por Cervantes, y sentimos que en cualquier momento el barbero y el párroco pueden encontrarse con un volumen del libro que estamos leyendo. En realidad eso es lo que pasa, tal vez lo recuerden, en ese otro espléndido sueño de la humanidad, el libro de Las mil y una noches. Pues en medio de la noche Sherezada empieza a contar distraídamente una historia y esa historia es la historia de Sherezada. Y podríamos seguir al infinito. Por supuesto, esto se debe a un mero error del copista que vacila ante ese hecho, si Sherezada contando la historia de Sherezada es tan maravilloso como cualquier otro de los maravillosos cuentos de las noches.
También tenemos en Don Quijote el hecho de que muchas historias están entrelazadas. Al principio podemos pensar que se debe al hecho de que Cervantes puede haber pensado que sus lectores podrían cansarse de la compañía de Don Quijote y de Sancho y trató de entretenerlos entrelazando otras historias. Pero yo creo que lo hizo por otra razón. Y esa otra razón sería que esas historias, la novela del curioso impertinente, el cuento del cautivo y demás, son otras historias. Y por eso está esa relación de sueños y realidad, que es la esencia del libro. Por ejemplo, cuando el cautivo nos cuenta su cautiverio, habla de un compañero cautivo. Y ese compañero, se nos hace sentir, es finalmente nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra, que escribió el libro. Así hay un personaje que es un sueño de Cervantes y que, a su vez, sueña con Cervantes y lo convierte en un sueño. Después, en la segunda parte del libro, descubrimos para nuestro asombro, que los personajes han leído la primera parte y que también han leído la imitación del libro que ha escrito un rival. Y no escatiman juicios literarios y se ponen del lado de Cervantes. Así que es como si Cervantes estuviera todo el tiempo entrando y saliendo fugazmente de su propio libro y, por supuesto, debe haber disfrutado mucho de su juego.
Por supuesto, desde entonces otros escritores han jugado ese juego (permítanme que recuerde a Pirandello) y también una vez lo ha jugado uno de mis escritores favoritos, Henrik Ibsen. No sé si recordarán que al final del tercer acto de Peer Gynt hay un naufragio. Peer Gynt está a punto de ahogarse. Está por caer el telón. Y entonces Peer Gynt dice: “Después de todo, nada puede ocurrirme, porque, ¿cómo puedo morir al final del tercer acto?”. Y encontramos una similar agudeza en uno de los prólogos de Bernard Shaw. Dice que de nada le serviría a un novelista escribir: “Se le llenaron los ojos de lágrimas, pues vio que a su hijo sólo le quedaban unos pocos capítulos de vida”. Y yo diría que fue Cervantes quien inventó este juego. Salvo que nadie inventa nada, porque siempre hay algunos malditos antecesores que han inventado muchísimas cosas antes que nosotros. Entonces, tenemos en Don Quijote un doble carácter. Realidad y sueños. Pero al mismo tiempo, Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los sueños. Es lo que debe haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún momento de su vida. Pero él se divirtió recordándonos que aquello que tomamos como pura realidad era también un sueño. Y así todo el libro es una suerte de sueño. Y al final sentimos que después de todo también nosotros podemos ser un sueño.
Y hay otro hecho que me gustaría recordarles: cuando Cervantes habló de La Mancha, cuando habló de los caminos polvorientos, de las posadas de España a comienzos del siglo XVII, pensaba en ellas como cosas aburridas, como cosas muy ordinarias. Algo muy semejante sentía Sinclair Lewis al hablar de Main Street y demás. Y, sin embargo, ahora palabras como La Mancha tienen una significación romántica porque Cervantes se burló de ellas.
Y hay otro hecho que me gustaría recordarles. El hecho es que Cervantes, como él mismo dijo dos o tres veces, quería que el mundo olvidara los romances de caballería que el acostumbraba leer. Y, sin embargo, si hoy se recuerdan nombres como Palmerín de Inglaterra, Tirante el Blanco, Amadís de Gaula y otros, es porque Cervantes se burló de ellos. Y de algún modo esos nombres son inmortales ahora. Entonces uno no debe quejarse si la gente se ríe de nosotros, porque, por lo que sabemos, esa gente puede inmortalizarnos con su risa. Por supuesto, no creo que tengamos la suerte de que se ría de nosotros un hombre como Cervantes. Pero seamos optimistas y creamos que podría ocurrir.
Y ahora llegamos a otra cosa. Algo que es tal vez tan importante como otros hechos que ya les he recordado. Bernard Shaw dijo que un escritor sólo podía tener tanto tiempo como el que le diera su convicción. Y, en el caso de Don Quijote, creo que todos estamos seguros de conocerlo. Creo que no hay duda posible de nuestra convicción en cuanto a su realidad. Por supuesto, Coleridge escribió sobre una voluntaria suspensión de descreimiento. Ahora me gustaría entrar en detalles acerca de esta afirmación.
Creo que todos creemos en Alonso Quijano. Y, por raro que parezca, creemos en él desde el primer momento en que nos es presentado. Es decir, desde la primera página del primer capítulo. Y sin embargo, cuando Cervantes lo presentó ante nosotros, supongo que sabía muy poco de él. Cervantes tiene que haber sabido tan poco como nosotros. Debe haber pensado en él como héroe, o como el eje de una novela de humor, pero no se ve ningún intento de entrar en lo que podríamos llamar su psicología. Por ejemplo, si otro escritor hubiera tomado el tema de Alonso Quijano, o de cómo Alonso Quijano se volvió loco por leer demasiado, hubiera entrado en detalles acerca de su locura. Nos hubiera mostrado el lento oscurecimiento de su razón. Nos hubiera mostrado cómo todo empezó con una alucinación, cómo al principio jugó con la idea de ser un caballero errante, cómo por fin se lo tomó en serio, y tal vez todo eso no le hubiera servido de nada a ese escritor. Pero Cervantes meramente nos dice que se volvió loco. Y nosotros le creemos.
Ahora bien, ¿qué significa creer en Don Quijote? Supongo que significa creer en la realidad de su personaje, de su mente. Porque una cosa es creer en un personaje, y otra muy diferente es creer en la realidad de las cosas que le ocurrieron. En el caso de Shakespeare es muy claro. Supongo que todos creemos en el príncipe Hamlet, que todos creemos en Macbeth. Pero no estoy seguro de que las cosas ocurrieron tal como Shakespeare nos cuenta en la corte de Dinamarca, ni tampoco que creemos en las tres brujas de Macbeth.
En el caso de Don Quijote, estoy seguro de que creemos en su realidad. No estoy seguro —tal vez sea una blasfemia, pero después de todo, estamos hablando entre amigos, y no les estoy hablando a todos ustedes sino a cada uno de ustedes; es algo diferente, ¿no?, estoy hablando en confianza—, no estoy del todo seguro de que creo en Sancho como creo en Don Quijote. Pues a veces siento, pienso en Sancho como un mero contraste de Don Quijote.
Y después están los otros personajes. Me parece que creo en Sansón Carrasco, creo en el cura, en el barbero, tal vez en el duque, pero después de todo no tengo que pensar mucho en ellos, y cuando leo Don Quijote tengo una sensación extraña. Me pregunto si compartirán esta sensación conmigo. Cuando leo Don Quijote, siento que esas aventuras no están allí por sí mismas. Coleridge comentó que cuando leemos Don Quijote nunca nos preguntamos “¿y ahora qué sigue?”, sino que nos preguntamos qué ocurrió antes, y que estamos más dispuestos a releer un capítulo que a continuar con uno nuevo.
¿Cuál es la causa? La causa, supongo, es que sentimos, al menos yo siento, que las aventuras de Don Quijote son meros adjetivos de Don Quijote. Es una argucia del autor para que conozcamos profundamente al personaje. Es por eso que los libros como La ruta de Don Quijote, de Azorín, o la Vida de Don Quijote y Sancho, de Unamuno, nos parecen de algún modo innecesarios. Porque toman las aventuras o la geografía de las historias demasiado en serio. Mientras que nosotros realmente creemos en Don Quijote y sabemos que el autor inventó las aventuras para que nosotros pudiéramos conocerlo mejor.
Y no sé si esto es cierto con respecto a toda la literatura. No sé si podemos encontrar un solo libro, un buen libro, del que aceptemos el argumento aunque no aceptemos los personajes. Creo que eso no ocurre nunca, creo que para aceptar un libro tenemos que aceptar a su personaje central. Y podemos pensar que estamos interesados en las aventuras, pero en realidad estamos más interesados en el héroe. Por ejemplo, aun en el caso de otro gran amigo nuestro —y le pido disculpas a él y ustedes por no haberlo mencionado—, Sherlock Holmes, no sé si creemos verdaderamente en El sabueso de los Baskerville. No lo creo, al menos yo no creo en esas historias. Pero creo en Sherlock Holmes, creo en el doctor Watson, creo en esa amistad.
Y lo mismo ocurre con Don Quijote. Por ejemplo, cuando cuenta las extrañas cosas que vio en la cueva de Montesinos. Y sin embargo, yo siento que él es un personaje muy real. Las historias no tienen nada especial, no se ve ninguna ansiedad especial en la urdimbre que las une, pero son, en cierto sentido, como espejos, como espejos en los que podemos ver a Don Quijote. Y sin embargo, al final, cuando él vuelve a su pueblo natal para morir, sentimos lástima de él porque tenemos que creer en esa aventura. Él siempre había sido un hombre valiente. Fue un hombre valiente cuando le dijo estas palabras al caballero enmascarado que lo derribó: “Dulcinea del Toboso es la dama más bella del mundo, y yo el más miserable de los caballeros”. Y sin embargo, al final, descubrió que toda su vida había sido una ilusión, una necedad, y murió de la manera más triste del mundo: sabiendo que había estado equivocado.

Grabado de Don Quijote y Sancho (1895), de Ralph Peacock.
Grabado de Don Quijote y Sancho (1895), de Ralph Peacock. Foto: Archivo
Ahora llegamos a lo que tal vez sea la escena más grande de este libro: la verdadera muerte de Alonso Quijano. Tal vez sea una lástima que sepamos tan poco de Alonso Quijano. Sólo nos es mostrado en una o dos páginas antes de que se vuelva loco. Y sin embargo, tal vez no sea una lástima, porque sentimos que sus amigos lo abandonaron. Y entonces también podemos amarlo. Y al final, cuando Alonso Quijano descubre que nunca ha sido Don Quijote, que Don Quijote es una mera ilusión, y que está por morirse, la tristeza nos arrasa y también a Cervantes.
Cualquier otro escritor hubiera cedido a la tentación de escribir un “pasaje florido”. Después de esto, debemos pensar que Don Quijote había acompañado a Cervantes muchos años. Y, cuando le llega el momento de morir, Cervantes debe haber sentido que se estaba despidiendo de un viejo y querido amigo. Y, si hubiera sido peor escritor, o tal vez si hubiera sentido menos pena por lo que estaba pasando, se hubiera lanzado a una “escritura florida”.
Ahora estoy al borde de la blasfemia, pero cuando Hamlet está por morir, creo que tendría que haber dicho algo mejor que “el resto es silencio”. Porque eso me impresiona como escritura florida y bastante falsa. Amo a Shakespeare, lo amo tanto que puedo decir estas cosas de él y esperar que me perdone. Pero también diré: Hamlet, “el resto es silencio”, no hay otro que pueda decir eso antes de morir. Después de todo, era un dandy y le encantaba lucirse.
Pero en el caso de Don Quijote, Cervantes se sintió tan sobrecogido por lo que estaba ocurriendo que escribió: “El cual entre suspiros y lágrimas de quienes lo rodeaban”, y no estoy seguro de las palabras, pero dice que “dio el espíritu, quiero decir que se murió”. Ahora bien, supongo que cuando Cervantes releyó esa oración debe haber sentido que no estaba a la altura de lo que se esperaba de él. Después de todo, le estaba diciendo adiós a Don Quijote. Y sin embargo, también debe haber sentido que un gran milagro había ocurrido. De algún modo sentimos que Cervantes lo lamenta mucho, que Cervantes está tan triste como nosotros. Y por eso se le puede perdonar una oración imperfecta, una oración tentativa, una oración que en realidad no es imperfecta ni tentativa sino un resquicio a través del cual vemos lo que él sentía.
Ahora, si me hacen algunas preguntas trataré de responderlas. Siento que no he hecho justicia al tema, pero después de todo, estoy un poco conmovido. He vuelto a Austin después de seis años. Y tal vez, ese sentimiento ha superado lo que siento por Cervantes y por Don Quijote. Creo que los hombres seguirán pensando en Don Quijote porque después de todo hay una cosa que no queremos olvidar: una cosa que nos da vida de tanto en tanto, y que tal vez nos la quita, y es la felicidad. Y, a pesar de los muchos infortunios de Don Quijote, el libro nos da como sentimiento final la felicidad. Y sé que seguirá dándoles felicidad a los hombres. Y para repetir una fase trillada y famosa, pero por supuesto todas las expresiones famosas se vuelven trilladas: “Algo hermoso es una dicha eterna”. Y de algún modo Don Quijote —más allá del hecho de que nos hayamos puesto un poco mórbidos, de que todos hemos sido sentimentales respecto a él— es esencialmente una causa de dicha. Siempre pienso que una de las cosas felices que me han ocurrido en la vida es haber conocido a Don Quijote.

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